Me llamo Zeinabu, pero podría llamarme de otra forma. Mi nombre es ficticio pero mi historia real.
Soy mujer de piel morena, saharaui y refugiada. Nací hace años en la hamada argelina. En un desierto prestado, porque nuestra tierra está ocupada por Marruecos, desde 1975.
Yo también fui una niña de acogida, hace algunos años que se me han pasado volando. Como otras niñas que vienen en los programas de vacaciones en paz, desde hace ya bastantes años.
Con 8 años subí a un camión repleto de menores y me fui a España, con una pequeña mochila, unos regalos para la familia y unas galletas por si tenia hambre. Mi madre y abuela gastaron una parte del poco dinero que teníamos en una melfa rosa, para la mujer de la familia. No pudimos comprar un darrá para el hombre. Y no quisimos pedir a los familiares porque todas estábamos igual de necesitadas.
Recuerdo que tenía muchas ganas de llegar y mucha ilusión. Mis primas me habían contado todo lo bueno de veranear en España. Pero nadie me dijo las cosas malas porque lo malo no siempre pasa. Mi madre no lloró al irme, pero no por eso me quería menos. Aguantó erguida hasta la partida del camión gigante y después, en la haima, no sé lo que pasó. Todas las noches rezaba por mí junto con mi abuela y pedía que encontrara una familia sencilla pero que entendiera de donde venía. Yo tenía más hermanos pequeños. Pero era la mayor, y era hija de mi abuela. Mi madre me entregó a ella al nacer y su palabra era ley. Nunca me riñeron, ni pegaron. Y yo llevaba el desayuno a mi abuelo todas las mañanas. Mi abuela me decía que durmiera, pero yo me levantaba rápidamente para ver las arrugas de mi abuelito.
Cuando llegué a España, a un pueblo de la sierra de un lugar bonito, conocí a mi familia española. Era normal como otra cualquiera, nueva en ésto de acoger y también me esperaban con muchas ganas.
Ellos no sabían muy bien de donde venían los niños saharauis, ni como vivían, a pesar de todas las charlas que hicieron las asociaciones con psicólogos y finalmente no cumplí sus expectativas.
Yo era una niña con costumbres de mi desierto querido y añorado. No era fina. No cuidaba si el agua caía cuando me lavaba la cara. O manchaba el cristal. Me ensuciaba la ropa enseguida que me la ponía. Me gustaba ir descalza. Y me miraba mucho en los cristales. Me duchaba sin cuidado, no sabía controlar esa manguera que parecía un grifo grande. Observaba todo con atención pero me costaba cambiar mis hábitos. No entendía nada, yo solo veía unas personas adultas moviendo mucho los brazos y gritando que tuviera cuidado. No sabía que significaba esos gestos. Y me quedaba quieta intentando entender el movimiento de los labios.
A veces me ponía triste y seria porque veía que no aprendía todo lo rápido que la familia esperaba. Y me iba a un cuarto con una cama y muchos muñecos, que era mi habitación. Y allí iba a pensar cómo mejorar mi estancia.
Mi mamá, me lavó antes de salir de la haima, con dos cubos grandes de agua y mucho jabón de pastilla. Y subi al camión peinada y más guapa que un sol. Mi abuela decía que era la más guapa del desierto verdadero. Todos los niños y todas las niñas se ponían lo mejor que tenían para ser recibidos en España y causar buena impresión. Aún así, no siempre se conseguía.
Mi pelo estaba recogido siempre, pero al llegar a España, lucia largo por el pueblo. Yo lo cepillaba todos los días.
Nada más llegar me pusieron unos productos que olían fuerte y picaban los ojos pero me dijeron que era por mi bien. No me dejaron dormir. Y yo estaba muy cansada. Sentada en el baño se me cerraban los ojos. Y yo me dejé hacer todo porque mi abuela antes de salir me dijo dos cosas importantes:<< Querida, que no te corten el pelo y no comas cerdo >>
Y yo solo pensaba en esas palabras de la abuela Lala. Y por eso no quería dormirme, por si me cortaban el pelo. Yo quería tener el pelo largo como Lala.
Vigilaba la comida que me ponían y a veces mi familia se enfadaba. Yo no sabía hablar bien español y no sabía explicarle que mi abuela me había dicho que no debía comer algunas cosas. Miraba los dibujos de gallinas. E intentaba no molestar a la familia que me había prestado su casa.
Cuando íbamos al parque o a alguna actividad con otras amigas saharauis, aprovechaba para preguntar palabras que no entendía. Había otras niñas que ya habían venido y sabían mucho. No coincidíamos mucho porque mi familia de acogida creía que era mejor no ir con otros saharauis, para que yo me integrara más. Pero yo necesitaba escuchar mi idioma y me brillaban los ojos al ver a mi gente. Me decían que me portara bien. Que obedeciera. Desde la asociación siempre tenían mucho cariño y comprensión para mi. Porque yo era buena, aunque mis rasgos eran duros y tenía una infancia curtida por el sol del desierto y una vida en plena arena, sin muebles ni figuras que romper. Sin peligros occidentales.
A pesar de mis 8 años yo sabía leer y escribir en árabe. Sabía todas las tablas hasta el 6 y recordaba las clases especiales que me daba una hermana de mi madre, al salir de la madrassa. De mayor quería ser profesora y ayudar a mi pueblo.
Me gustaban mucho los helados. Las chucherías…. Y me daban miedo los perros. Porque en Sahara están salvajes. Ladran mucho y tienen más enfermedades que los humanos. Ellos también pasan hambre.
De noche extrañaba a mi mamá y mucho más a mi abuela. Lloraba en silencio antes de dormir y me dormía contando estrellas del cielo que entraba por la ventana. No quería que me vieran para que no pensarán que estaba mal en la casa. Yo solo estaba triste pero estaba bien cuidada.
A final de verano aprendí mucho español. Me fijaba en los dibujos. Y le enseñe a mi familia algunas palabras en hasanie, el idioma de mi pueblo, que es muy parecido al árabe.
Mi familia española no quedó contenta pero yo siempre agradecí que me dieran la oportunidad de ver un verano diferente. Porque aunque no tuvieron mucha paciencia conmigo, yo aprendí muchas cosas. Y al final de verano me ensuciaba menos. Y limpiaba con un papel las gotas de agua que tiraba al suelo al lavarme.
En el desierto la vida es muy dura. Un día es igual a otro. Cuando hay una fiesta nos ponemos nuestras mejores galas pero sino hay boda o fiesta, ponemos ropa más vieja porque el aire el sol y la arena, estropea todo. Hasta nuestras cabezas, nuestra alma…. Y tenemos que pensar en nuestro Sahara Occidental.
La gente envejece rápido y procuramos que el sol no entre por ningún poro de nuestra piel. Queremos la piel blanca de los países del norte.
No comemos todo lo que queremos. La variedad es excasa. Y por eso nuestra alimentación poco variada y equilibrada acentúa algunas enfermedades. Tenemos piojos a veces, si, y aunque creemos que venimos muy limpi@s, puede que vengamos suci@s, pero eso es lo que menos puede pasarnos en los campamentos. Después de 46 años de refugio, hay niños que nacen y mueren al segundo. Hay madres que se desangran por no llegar a tiempo al hospital más importante. Hay ancianos en el mejor rincón de la haima pero con los huesos quebrados de la dureza del desierto. Otros niños y niñas que no crecen o con enfermedades que no pueden ser tratadas en los campamentos, porque tenenos médicos preparados pero los utensilios nos llegan viejos y no hay medicamentos para todos. Hay mocos perennes en las fosas nasales. La arena entra por todos los lugares. Y hay un mundo occidental que mira para otro lado en lugar de mirar que estamos refugiad@s. Y dan más importancia a los mocos, en lugar de pensar que no estamos en nuestra a Tierra por culpa de las malas políticas.
(….) Cuando volví al sahara, ya en el aeropuerto todos los niños y niñas estábamos contentos. Deseando volver con nuestra familia biológica. Ya llevábamos días con la cuenta atrás. Y eso enfadaba a mi familia de acogida. La mujer de la familia lloró cuando subí al autobús, si embargo no significaba que me quería más que mi madre que no lloró en público. Solo significaba que tenemos distintas formas de manifestar nuestros sentimientos. Y ninguna forma es mejor que la otra. Nosotras no damos muchos besos pero apretamos la mano y se mueve el corazón. No besamos tanto pero miramos y hablamos con la mirada.
Al verano siguiente, me volvieron a dar la oportunidad de repetir. Mi madre pensaba que no volvería porque nunca volví a saber de esa familia pero la gente de la asociación confió en mi y encontró otra familia, conocedora de nuestras costumbres. Y yo también conocía el segundo año las formas de vida de un piso. Al regresar por segundo año me fundi en un abrazo con las monitoras que nos recogían y les regalé un anillo de cristal verde que mi madre compró en un mercado de Dajla. Se rompen el seguida si no tienes cuidado pero lucen brillantes.
Así, regresando un año más, pudimos reivindicar que éramos niños y niñas queridas pero sin Libertad. Mi familia española y yo siempre tuvimos y tenemos comunicación. Y me visitan.
Yo terminé mis estudios de maestría y hoy enseño en las escuelas la dignidad, mezclada con números y letras del abecedario. Les hablo a muchos niñ@s de acogida, antes de salir a España, intentando hacerles entender que son dos mundos distintos y podemos adaptarnos. Pero sobre todo enseño historia. La historia de nuestro pueblo saharaui para que nunca olvidemos de donde venimos y para saber a dónde vamos: » A un Sahara libre» 🇪🇭🇪🇭.
Lo más necesario en todas las historias humanas es que generación a generación transmitan valores y libertad.
By: nómada del desierto en un mundo occidental.
SaharaLibreYa
